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El ensayo de «escuela serena» realizado por las hermanas Cossettini en la República Argentina

Resúmenes

El objetivo de este estudio es describir y analizar los el trabajo de las hermanas Cossettini en Argentina, pensandolo en terminos del Movimiento de la Escuela Nueva. El articulo hace un pequeño recogido acerca de los aportes de la Escuela Nueva en Argentina, presenta la experiencia de la "escuela serena" y discute la importancia de las "missiones culturales" que la misma escuela hacia en las comunidades barriales

Escuela Nueva; História de la educación; Escuela serena; Prácticas educativas


This article intends to describe and analyse sisters Cossettini work in Argentina inside the New School Movement. In the first part, it explores some New Scholl issues in Argentina. Next, it describes the experience of « serena school». Finnaly, it discuss the importance of «cultural missions» created by the school in the communities.

New School; History of education; Serena School; Educational practices


El ensayo de «escuela serena» realizado por las hermanas Cossettini en la República Argentina

Prof. Dr. Ovide Menin* * Director del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación, de la Facultad de Filosofia y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires.

Resumo:

El objetivo de este estudio es describir y analizar los el trabajo de las hermanas Cossettini en Argentina, pensandolo en terminos del Movimiento de la Escuela Nueva. El articulo hace un pequeño recogido acerca de los aportes de la Escuela Nueva en Argentina, presenta la experiencia de la "escuela serena" y discute la importancia de las "missiones culturales" que la misma escuela hacia en las comunidades barriales Palavras-chave: Escuela Nueva; História de la educación; Escuela serena; Prácticas educativas.

En nuestro primer encuentro, realizado en Buenos Aires hace dos años, me permití instalar, mediante una intervención por demás breve, el tema del "escolanovismo" en su perspectiva histórica. Desde allí admití que, como movimiento renovador de la escuela, iniciado en Europa a fines del siglo XIX, fortalecido a principios del XX, se fue transformando con el tiempo y las circunstancias en múltiples experiencias diversificadas, pero que sin embargo no perdieron de vista lo esencial: la ruptura con el tradicional modelo escolástico. "Bajo diferentes denominaciones, dije, al igual que lo que ocurrió en la Europa continental de principios de siglo, se adecuó a la idiosincracia de los pueblos". De algún modo me situaba en la línea de Lourenco Filho cuando, en su libro Introducción al estudio de la escuela nueva, del año 1927, al tratar de responderse sobre la época de su presencia decía que: "De un modo más vivo, desde los últimos años del siglo pasado", pero más allá de los acentos, las psicologías y los procedimientos, "muchos educadores comenzaron entonces a considerar nuevos problemas" (...) y a "transformar luego las normas tradicionales de la organización escolar (instituyendo) con éllo una escuela nueva, en el sentido de una escuela diferente a las que existían".

Lo que se ha denominado «escuela nueva» aparece en América Latina con su impronta renovadora bajo diversos registros, tanto políticos como epistemológicos. El interesante trabajo presentado entonces por Clarise Nunes da cuenta de éllo según ocurrió en Brasil. Lo mismo hizo, en relación con la República Argentina, Mariano Narodovsky. Son, a mi juicio, referentes valiosos para la eventual constitución de una red de investigaciones científicas sobre el tema. Referentes que generan un marco para la indagación a realizar desde una perspectiva histórico epistemológica que permitiría avanzar sobre los registros locales en función, no tanto de una cierta arqueología del saber como tal, sino en el develamiento de la capacidad creadora de los educadores. Ahora más que nunca, cuando el descrédito de la escuela pública, por imperio de la generalización de las políticas neoconservadoras, ha sumido lo innovador en el marco de una grosera fenomenología del aquí y el ahora. A mi juicio, estos investigadores (Nunes, Nadorovsky, Carvalho, Gvirtz, Roitemburd) instalaron en aquella oportunidad, la discusión en el plano de los registros y las representaciones teóricas que las experiencias concretas – institucionales y de aula – generaron en las mentes analíticas de los teóricos de entonces y de ahora. Experiencias que, felizmente, no siempre se inscribieron en políticas gubernamentales orgánicas. En el caso de Brasil, los estudios realizados últimamente muestran con claridad la gama de teorías subyacentes al proceso innovador registrado en diversas épocas bajo el fronstipicio de la escuela nueva. Estudios de gran riqueza conceptual. En el caso de Argentina el proceso innovador fue largamente silenciado por los comentaristas y estudiosos, cuando no interrumpidos violentamente por sus epónimos, hasta que, recuperada la democracia, los jóvenes historiadores de la educación comienzan a desenterrar antiguas o nuevas experiencias que bien pueden ser inscriptas en este marco flexible y hasta proteico que da nuevo sentido a la renovación como fenómeno muchas veces incipiente, limitado, pero siempre auténtico y hasta revolucionario para sus respectivas épocas.

Soy de los pocos que sostienen que el escolanovismo en nuestro país fue siempre consubstancial a la escuela pública. Desde la época de Domingo Sarmiento y Juana Manso, pasando por figuras lamentablemente olvidadas. Es que tengo para mí, que la escuela privada, salvo en las últimas décadas de este siglo que adhiere a la idea tecnocrática de renovación por la fuerza del aparato, ha sido siempre conservadora. Tanto en la forma como en el fondo. Escuela nueva, activa, autónoma, rupturista y crítica, no la hubo nunca, antes, en el sistema privado de nuestro país. En modo particular bajo el imperio del confesionalismo católico. Lo que sí hubo, realizado con cautela, fue una apropiación selectiva de métodos y técnicas que no afectaran al espiritualismo trascendente que les sirvió de soporte. A éso le llamaron formación humanística y trataron de imponerlo como palabra santa toda vez que tuvieron oportunidad. Es cierto que el quehacer de las llamadas «escuelas nuevas» no pasó, en muchos casos, de la mera ruptura de los parámetros pedagógicos clásicos, es decir didácticos. Pero no es menos cierto que, aún así, hizo estallar los viejos marcos formales de su desarrollo sin pedir permiso a nadie. Así les fue, cabe decirlo, a muchos innovadores irreverentes al principio de autoridad ejercido casi siempre con dureza desde «las esferas del gobierno».

La escuela nueva en Argentina se llamó preferentemente escuela activa. El apelativo le vino con la bibliografía de origen francófono: Adolphe Ferriére, el formidable pedagogo suizo decía en La práctica de la escuela activa, de 1924, que «la escuela activa es la teoría de la educación nueva». Pero fue Edouard Claparéde quien más destacó la importancia de la actividad infantil en el proceso del aprender. Para él, el aporte más interesante de esta corriente innovadora iniciada en Gran Bretaña, emanaba del respeto por la psicología del niño. Psicología de la actividad como pensamiento y como acción, tanto locomotiva cuanto estructural cognoscitiva. En su libro Psicología del niño y Pedagogía experimental, de 1916, encontrará Jean Piaget, al inicio de sus indagaciones, las ideas fundamentales sobre el desarrollo psicogenético del escolar. No parece osado decir que las ideas pedagógicas del ginebrino hayan avanzado mucho más allá de lo dicho por estos autores. Basta con releer, a treinta años de distancia, un libro olvidado por piagetianos y pospiagetianos como Educación e Instrucción, donde el lector se encuentra con párrafos como éstos: «(...) se ha terminado por comprender que una escuela activa no es necesariamente una escuela de trabajos manuales y que si bien a ciertos niveles la actividad del niño supone una manipulación de objetos y hasta cierto número de tanteos materiales (...) a otros niveles, en cambio, la más auténtica actividad de investigación puede desplegarse en el plano de la reflexión, de la abstracción más rigurosa y de los manipuleos verbales. (...) que el interés no excluye en nada el esfuerzo, sino todo lo contrario». Antes había dicho que «(...) hay enseñanzas desprovistas hasta la evidencia de todo valor formativo; sin embargo se siguen impartiendo sin saber si alcanzan o no el propósito utilitario que se les atribuye». Lo que hoy llamamos construccionismo, teoría por delante, bien puede entenderse como una derivación cuasi natural de aquellas libertades que se le concedieron al niño en la nueva escuela activa, para ensayar, pensar y hacer por sí mismo; si bien con la proximidad del maestro. Toda una pedagogía centrada en la acción. La escuela activa, sinónimo histórico del actual escolanovismo participatista, consiste principalmente en éso; actividad autónoma, fines sociales, ensayo y valoración del error, respeto por lo diferente, afectividad y razón. En nuestro país, curiosamente, es la filosofía positivista la que al principio facilita la renovación, vale recordarlo. Bajo máximas tales como «renovar para progresar» la escuela pública tuvo movimientos de cambio extraordinarios. Fue la manera de superar la vieja escolástica española introducida desde los albores de la colonia e institucionalizada en los inicios del normalismo por el español José María Torres cuyo autoritarismo hacía juego con «el carácter mítico, militante y misional del rol docente» que propulsaba, según señala A. Puiggrós en uno de sus últimos trabajos. Las investigaciones realizadas en las últimas décadas sobre la historia de la educación argentina y latinoamericana impulsadas por la citada investigadora, arrojan luz sobre experiencias innovadoras de gran envergadura, realizadas desde esta suerte de rosa de los vientos en que se transformó la filosofía del antiguo movimiento de escuelas nuevas. Lo curioso de que hasta los anarquistas y los materialistas históricos renovaron, haciendo escuela nueva sin cuidarse de la mixtura en la que una cierta utopía progresista inducía sus pasos hacia el cambio de los modos de construcción o de la mera apropiación de los conocimientos.

Digo ésto, para reiterar la idea de que, cuando menos en Argentina, el escolanovismo no ha sido patrimonio de una sola tendencia histórico epistemológica. Mas bien ha sido una filosofía política integral, de base. Consubstancial al quehacer de la escuela pública alimentada por ciertas convicciones de sus propulsores. A ese respecto quiero referirme a una experiencia realizada en la década de los años 30 y 40 de nuestro siglo; experiencia que configura un fenómeno cuando menos singular, no sólo por la trascendencia que adquiere como referente pedagógico universal, sino por la calidad de un entramado de ideas, acciones, métodos y resonancias políticas locales que fundamentaron una práctica cotidiana, ejercitada dentro y fuera del aula con pasión. Otros podrían decir con auténtica vocación docente. Aula, institución y comunidad local fueron, repito, el soporte material de aquellas experiencias. Me refiero al «ensayo de escuela serena» realizado por las hermanas Olga y Leticia Cossettini, con apoyatura tangencial, en su primera etapa, de esa educadora serena, injustamente olvidada, que fue Amanda Arias. Ensayo realizado durante la instrumentación de políticas gubernamentales progresistas de la historia nacional; es preciso tenerlo en cuenta para entender su desenlace. La experiencia se inicia en el «Departamento de aplicación» de una Escuela Normal formadora de maestros para la enseñanza primaria, de una pequeña ciudad de estructura agraria, poblada básicamente de inmigrantes italianos de las regiones nórdicas, (piamonteses, lombardos, venecianos), de donde provenían, por lo demás, los padres de estas educadoras. El país permanecía aún, bajo los embates de la gran depresión del 30. El dato no es baladí, como veremos. La ciudad, Rafaela. La provincia, Santa Fe. El gobierno liberal democrático, (llamado «radical»), de Hipólito Yrigoyen había sido «golpeado» por un movimiento de militares fascistoides, (setiembre de 1930), que impone el general José Félix Uriburu, quien realiza persecusiones, cesantías y represiones sin precedentes en el país. La dictadura se mantiene un año y cinco meses. Le sucede el gobierno conservador de Agustín Justo con tres ministros, (Iriondo, Castillo y de la Torre) a cuál más enamorado del principio de autoridad. Jorge de la Torre, el más despreciado por su concepción nada democrática de la normativa educativo institucional. En Italia el fascismo cuenta, por entonces en educación, con la inteligencia de los neo-hegelianos Giovanni Gentile y Giuseppe Lombardo-Radice. El primero, un teórico. El segundo un «pragmático del aula», si es que el idealismo permite, sin cierta licencia, hablar de pragmatismo. Los primeros pasos dados en aquella Escuela Normal de Rafaela y los posteriores, más amplios y ambiciosos, realizados en la Escuela Carrasco de Rosario, ambas escuelas públicas del Estado provincial, centran en la «vida democrática de la escuela» lo substancial de su quehacer pedagógico. Podrá decirse que la cuestión política fundamental – fascismo, conservadurismo y finalmente el populismo peronista, viciado por un fuerte «nacionalismo católico» –, pasó por fuera de la escuela y se mantuvo así hasta el año 1950, sólo por imperio del azar. La cuestión es más compleja. La política conservadora argentina, salvando aquella impronta del 30, fue positivista y liberal. En algunos períodos, fuertemente antipopulista. Las Cossettini eran antipopulistas y por ende, antiperonistas como la mayor parte del magisterio argentino de aquellos años. Juan Mantovani, el gran propulsor del ensayo en Rosario, era ministro de un gobierno llamado «radical antipersonalista» de raíz liberal-conservadora, por lo cuál la filosofía idealista de base, atenuada por «las misiones de divulgación cultural», «las representaciones teatrales», «los dibujos, pinturas y esculturas de los niños ricos y pobres», «las excursiones al barrio», «las visitas a las barrancas del Paraná», «las rondas», «el coro de pájaros», «los laboratorios», «las bibliotecas del aula» y «la biblioteca ambulante», los diálogos con artistas, pensadores y cientistas», (Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Margarita Xirgu, Francisco Romero, José María Moner Sanz, Hilarión Hernández Larguía, por dar algunos ejemplos) poco podían perturbar el orden general. Los liberales fueron abiertos, tolerantes, aún en las disidencias, es preciso reconocerlo. No lo fueron los peronistas, campeones del corporativismo criollo, quienes calificaron de comunistas y vendepatrias a las innovadoras y clausuraron literalmente la escuela. La intervinieron, con el aplauso de varios educadores; digámoslo también sin ambages. Quiero recordar que el ejecutor de la primera medida perturbadora fue un maestro, novelista y poeta, cuya beatería hacía juego con un gran amor por su mujer, a quien dedicaba tiernos poemas y la llamaba Elbiamor. El cierre definitivo lo hizo, en 1950, un oscuro ministro peronista llamado Raúl. Sin embargo, los últimos estudios realizados sobre esta experiencia – Pacotti, Pelanda, Bianco, Etcheverry – dejan de lado, tal vez por su afán de ser lo más objetivos posibles, aquel entramado al que me refiero en párrafos anteriores y donde, según mi entender, encuentra uno el meollo de la cosa. ¿Cómo aparece, en aquel lugar, en aquella época, la idea madre de un cierto modelo escolanovista tan singular? Modelo – valga la contradicción conceptual – que no se construye según los antecedentes históricos, europeos y argentinos, de escuela nueva, básicamente activa, realizados con anterioridad, casi siempre a contrapelo del ejercicio pedagógico reglado por el Estado. Las autoras nunca mencionan, por ejemplo, que Makarenko en Rusia, Neil en Gran Bretaña, Maciel, Vergara, Fossatti y Alvarez en Argentina, así como Jesualdo en el Uruguay, fueron sus contemporáneos en ensayos de escuela nueva, si bien fundadas en filosofías distintas. El meollo, para Olga – a quien muchos identifican como la teórica de la experiencia – está básicamente en la «escuela materna» realizada por las hermanas Rosa y Carolina Agazzi, en Mompiano, Brescia y en la escuela rural de la Montesca realizada por Alice Franchetti en Citta di Castello, todas en el norte de Italia. Es que las Cossettini hablan y realizan lecturas atentas de la literatura italiana. Es la lengua del hogar, donde el padre, veneciano, del Friuli, graduado de maestro a fines del siglo anterior, fomenta un idealismo que no trepida en ligar, deslumbrado por algunos logros puntuales, al fascismo de entonces, ideas que aventa al poco tiempo, vale aclararlo. El padre fue un longevo patriarca, fundador de escuelas; maestro y director distinguido por la colectividad inmigrante radicada en la pradera del litoral fluvial argentino. La correspondencia de Olga Cossettini con Lombardo Radice habla de un intercambio intelectual claro y puntual. «He hecho encuadernar las colecciones de documentos escolares que usted me ha gentilmente enviado - le dice en carta del 14 de marzo de 1936 – (cuadernos de niños), los cuáles han sido donados al Museo Pedagógico que yo mismo dirijo en la Universidad de Roma». Antes le agradecía su libro Escuela serena y apreciaba «cuán felizmente se va difundiendo ese ideal de escuela infantil que se trata de defender con el adjetivo serena.» Creo que Olga, más que Leticia, era una neo-hegeliana convicta, sin saberlo. Lo que está claro, éso sí, es que nunca fue positivista, pese a que se formó durante el auge de positivismo tardío en Argentina. Tampoco fue materialista dialéctica, aunque emane de muchos de sus escritos esa dialéctica – que algunos prefieren dialógica – que la muestran como recreadora formidable de una operatoria institucional dinámica, democrática, realista; de avanzada para aquellos tiempos. Su concepto del materialismo fue, en todo caso, ingenuo. Recuerdo su renuncia a seguir integrando el comité del periódico «Educación Popular» donde figurábamos Luis Iglesias, José Nervi, Delia Etcheverry, Thelma Reca, Marta Samatán, Amanda Touber y otros, porque aún en plena persecución de la dictadura peronista a la que detestaba visceralmente, no podía soportar que el periódico «hubiera caído en manos de los comunistas». En ese sentido, Aníbal Ponce, en una crónica del año 1935, cuando el ensayo, después de dar los primeros pininos en Rafaela asienta sus reales en las afueras de Rosario, como fue dicho, a propósito del libro Escuela Serena, apuntes de una maestra (que luego su autora llamará Escuela viva), hace observaciones mordaces que no le impiden reconocer que «aún con sus notorios defectos (el libro) nos da un puñado de trozos vivientes, de observaciones felices, de comentarios certeros. No es muy común entre las producciones nacionales una obra de este espíritu», para agregar aquéllo que muchos educadores argentinos, militantes o compañeros de ruta como él, adheridos a los movimientos progresistas y renovadores de la escuela pública, popular, no confesional, suscriben: «Después de conocer en la Argentina una hora de éxito, la llamada «escuela activa» tan rica en promesas, ha caído poco menos que en el olvido. Bastaría recorrer el libro de la señorita Cossettini para comprender el absurdo de semejante abandono.» Claro que antes, lúcidamente contradictorio como era, le asestaba esta cuasi reprimenda, orlada de ortodoxia materialista: «(...) la señorita Cossettini no sólo ha tomado de Lombardo Radice cuanto en su obra hay de substancial; lo sigue, además, en su sentimentalismo chirle y en su religiosidad de santería. La leyenda de San Juan Bautista, enamorado de los animales y de las plantas del Señor asoma varias veces inoportunamente.» Justo a élla, agnóstica inclaudicable. Podría uno preguntarse si este notable pensador argentino no confundía un cierto panteísmo – el que subyace en la pedagogía de «amor a la naturaleza», – su cuidado y preservación, como se decía entonces; pedagogía que empalma hay con el movimiento ecologista mundial que científicos y naturalistas propician para salvaguarda del habitat del hombre – confundía, repito, con lo que sarcásticamente llama «sentimentalismo chirle» y «religiosidad de santería»; dos expresiones cuando menos poco felices en boca de un intelectual que fue víctima él también, del fascismo deletéreo de aquellos años.

La escuela serena, su nombre la define, tal vez haya pecado de idealismo moral y doctrinario, a poco que se piense en el contexto político, conservador, antipopular, en el que hubo de iniciar su cometido. Sin embargo, no fue una experiencia escolar recostada sobre sí misma. Desde el principio tomó lo mejor de la pedagogía renovadora italiana, salió al campo, es decir al barrio, involucró y se involucró con el medio. Cada vez más. En Rosario más desplegadamente que en Rafaela. En los años 40 con más claridad, por lo que sabemos, que en los años 30. Jugando entre un cierto idealismo moral y un compromiso pedagógico de raigambre libertaria que la hicieron sospechosa. En contra de toda forma de autoridad ejercida por la autoridad en sí misma. Al leer los textos de las entrevistas realizadas muchas décadas después a sus ex-alumnos y confrontarlas con las «composiciones» que redactaron en su niñez, es inevitable acabar admitiendo que, «en el modo está la gracia». Más que en la fuerza de la doctrina, la «escuela serena» de las hermanas Cossettini, pasó por la conjunción de valores centrados en el principio de la libertad del sujeto, niño o adulto, para autorrealizarse. En espacios concretos, aún en períodos de crisis social y axiológica, como empezaba a vivir el país, por entonces.

En El niño y su expresión, editado en 1938, cuando la experiencia aparece vigorosa, apuntalada por pensadores y artistas que la visitan, Olga Cossettini dice que:

Nuestra escuela está ubicada en el límite de la ciudad y el campo. El ruido que nos envía la ciudad por su camino central, brazo de unión con el norte santafesino, ruido incesante de motores en marcha, nos llega amortiguado, como nos llega amortecido el paso de las dragas y lanchones que surcan el río vecino. (...) los niños que bajan de los ranchos, de las casitas obreras y de las viviendas mejores, pueblan la escuela de bullicio hasta el sol de la tarde. Su ritmo es de juego y trabajo.

En esa sociedad que es la escuela, el niño se mueve, actúa, es una célula viva; ser individual nutrido del elemento social que es la clase, la comunidad escolar. Al actuar adquiere conocimiento de si, de sus fuerzas internas y forma su personalidad que cada día se manifiesta con perfiles propios, originales, distinta de la de los demás; pero al mismo tiempo se acentúa en él, la necesidad de vincularse, de buscar contacto, de formar parte de la sociedad.

En el maestro, sobre el cuál operan un sinnúmero de factores, priman la influencia deformadora de la escuela y más tarde el cúmulo de exigencias, de programas, de horarios, campanas, suministrados en dosis de 25 minutos y por sobre todo éso, la ciencia pedagógica que en forma de preceptos, normas y principios abstractos ha recibido, creando, como nos dice Claparéde (...) un regimen educativo en contra de la naturaleza, aplastador de la vida, contrario al mismo principio de educación, que consiste en ensanchar la vida. (...) en vez de descubrir la aptitud creadora de su educando, la ahoga casi siempre subordinándola a su yo categórico, al imperativo de la escuela, de su programa, de su horario, de su examen.

Después de ésto no puedo dejar de decir que Olga Cossettini, al iniciar el ensayo de escuela serena era, además de Regente, profesora de Pedagogía en la Escuela Normal. ¿Acaso no es éso lo que dicen, casi exactamente igual, nuestras vacas sagradas de la pedagogía postmoderna y latinoamericana? Han pasado cincuenta años.

Para mayor abundamiento, veamos lo que decía en prólogo de ese mismo libro, el citado profesor Juan Mantovani, Ministro de Instrucción Pública y Fomento de la Provincia de Santa Fe; adherente a la filosofía científico espiritualista alemana, Secretario de Educación de un gobierno conservador que, tuvo, no obstante, el tino de liberar esa escuela de los azotes burocráticos imperantes, declarándola experimental. Tres párrafos de ese prólogo son significativos, a mi juicio, tanto para entender el marco teórico que le sirvió de soporte, cuanto para captar la realidad humana y la experiencia como tal. En el primero dice que:

Desde hace cierto tiempo asistimos a la doble cuestión del niño: social y espiritual Acerca de la primera, el Estado y las instituciones sociales de protección a la infancia realizan una obra extraordinaria de asistencia física y moral. En cuanto a la segunda, una verdadera renovación de los fines y los medios de la escuela, tiende a transformar su acción en un sistema de influencias y estímulos para favorecer el desenvolvimiento del espíritu infantil.

En el segundo, que:

Tanto como experiencia de principios, estos ensayos son experiencias de educadores. Eso es lo que ocurre en la Escuela Experimental «Gabriel Carrasco» instalada en el barrio Alberdi de Rosario. (...) Allí se cumplen los programas de la escuela primaria común, pero se aplica una organización del trabajo escolar y procedimientos didácticos apoyados en los más hondos resortes psicológicos del niño, particularmente en la libre expresión de su quimérico mundo interior y de su fértil y animada fantasía.

En el tercero subraya que:

Para llegar a los resultados que refleja este libro la Escuela no ha hecho una selección previa en busca de niños procedentes de hogares en cuyo seno han podido frecuentar formas superiores de cultura. (...) Aquí son, en cambio, niños pobres, de padres trabajadores. Muchos de esos niños también trabajan en las horas del día en que no concurren a la escuela. Entristecidos por el trabajo anticipado y la pobreza, encuentran en el ambiente de actividad y simpatía de la escuela y en la actitud cordial de los maestros, una alegría compensadora; una vida serena y feliz.

Ahora bien, ¿quién es aquella mujer, émbolo impulsor de una experiencia que, con el tiempo, se ha transformado casi en un mito?

Augusto Blanco en su hermoso libro La escuela Cossettini. Cuna de democracia, publicado en 1996, dice que:

Librepensadora como su padre, Olga es una gran lectora de los más importantes teóricos de la pedagogía pero no se casa con ninguno (porque) prefiere aclarar sus ideas a la luz de la práctica cotidiana, en libre discusión con sus colegas. Basta seguirla a lo largo de su trayectoria para comprender que sólo es fiel a sus propias convicciones.

Su padre, Antonio Cossettini, en carta personal del 31 de mayo de 1938 al reconocerla apasionada como él, la estimaba «extendiendo la actividad hacia la enseñanza práctica, lógica, racional, más adherente a las necesidades de la vida.»

Yo mismo, que la traté y la admiré sin reticencias, la retraté, sin hipérboles, en mi libro Coronda en ocre y azul, de la siguiente manera: Olga nunca perdió su empaque. Alta, delgada, lúcida. La conocí personalmente cuando el magisterio le rindió homenaje en Rosario, en diciembre de 1955. Confieso que (en esa oportunidad) me asaltó una ráfaga de orgullo al saber que había pateado arenales como yo, saboreado naranjas, cortando azahares, tal vez para regalar. Nadie recordaba su paso por Coronda (cuando fui estudiante, allí, en los 40) ni yo mismo supe entonces que aquella innovadora había pasado por allí. Sin embargo los maestros repetían sus experiencias, aplicaban su razonar y la citaban como si fuera una personalidad extraña y lejana. Era considerada la gran ideóloga de un método liberador del potencial humano creador (...) Olga Cossettini no era anarquista pero merecía serlo por su iconoclasia, su irrespeto por los anacronismos, su amor a la libertad. (...) Estoy seguro que José Ferrer Guardia, educador libertario español, la habría considerado su discípula. Olga era profundamente libertaria como él, tal vez sin saberlo.

Pero la semblanza más clara la brinda su hermana Leticia en el libro de Bianco:

Tenía un gran encanto, de simpatía, de gracia, de inteligencia – dice – que la gente sentía de manera profunda. Era vital en todo, en las amistades, en los juegos, la comunicación, el deporte. Fue la expresión más generosa y clara del talento de nuestra familia.

A lo que agrega Leila Buzzi, sobrina, presente en la entrevista:

(...) tierna y firme a la vez, impetuosa y creativa. Ella era el manantial en el que todas abrevamos.

Por éso, el émbolo impulsor al que me referí en párrafos atrás es, en realidad, un émbolo bifronte. Es que la cabeza de Olga no existe sin las manos de Leticia. En aquel ensayo irrepetido de escuela serena argentina, entre ambas estamparon, de manera cuasi simbiótica, teoría y práctica pedagógica, a punto tal de que, aún con temperamentos tan distintos, lograron aglutinar a un conjunto de educadores insólitos que hoy forman parte, éllos también, de la historia silenciosa de aquella institución escolar. Leticia vive todavía en su querido barrio Alberdi, lúcida, con 93 años, propinando críticas contundentes a los pseudorenovadores de la educación contemporánea que venden sin pudor su alma a las políticas neoconservadoras de globalización salvaje de la economía, la cultura y la educación.

No quiero cerrar esta exposición sin hacer referencia a tres indicadores distintivos que, inscriptos en la filosofía general, de origen neoidealista, en la que se inscribió la «escuela serena», aportando renovación auténtica al sistema desde adentro del sistema. Me refiero tanto a la resonancia histórica del ensayo como tal, cuanto a la dimensión estética que adquirió, en aquella escuela pública, la formación integral del niño, así como a la ruptura de los límites escolásticos que le permitieron extenderse «misionalmente» a la comunidad.

El primer indicador, ése que ahora, después de más de cuarenta y cinco años de clausurada, violenta, impunemente, hace que la escuela siga vigente en múltiples manifestaciones renovadoras; sólo espera «la mano de nieve que sepa arrancarla». La resonancia de quehaceres nuevos, recreadores, se percibe en una suerte de penetración general de la pedagogía argentina contemporánea. Es fácil percibirlo en el quehacer actual. Muchos maestros implementan recursos e ideas cuyas raíces abrevan en aquella filosofía de aula; la misma que le hacía decir a su hermana Leticia, en una entrevista realizada por Marcela Pelanda en 1990, aquéllo de que:

No había un divorcio en el quehacer cotidiano porque estaba el conocimiento, estaba el quehacer, estaba la experiencia, estaba la creación, estaba la palabra. (...) Si el medio en que se mueve el niño no distorsiona su lenguaje; si el maestro es inteligente y lo respeta y si alguna vez lo observa (y) lo hace de una manera imperceptible, siempre será bello lo que escribe y siempre será diferente porque cada uno tiene su (propio) lenguaje.

Nosotros no teníamos problemas de conducta, jamás. Es cierto que la vida, (por entonces), era más apacible; tenemos que convenir que la vida era más tranquila, no existían todos estos conflictos que hoy el niño percibe; eran hogares tranquilos con (sus) problemas cotidianos. En la escuela el niño se movía, hablaba, preguntaba, confesaba también lo que a veces, ocultaba por picardía, porque en la escuela se sentía seguro, se había encontrado consigo mismo y con los demás.

El niño lo hacía feliz, armoniosamente, porque todo estaba conducido sin que advirtiese que se le conducía.

Personalmente he podido ver de qué manera esta filosoffía idealista, muchas veces utópica, resuena en el trabajo cotidiano del aula. Particularmente en escuelas rurales y en pueblos del interior. No aparece con la pureza que los especialistas quisieran, es verdad, pero campea a través del trabajo diario, libre de trabas burocráticas, respetuoso del espacio y el tiempo propio, en consonancia con el espacio y el tiempo ajeno. Pareciera que de aquella filosofía permaneciera, por la fuerza de aquel ensayo, lo que hace a la libertad del sujeto para recrear, empecinadamente, aún en situaciones adversas.

En cuanto al segundo indicador, el más particularizante de aquel ensayo, que llamo «la dimensión estética» ha sido único. Transversalizó el quehacer cotidiano de la institución. No sólo por la presencia constante de colores y formas estampados en los cuadernos que todavía se conservan en el «Archivo» del Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación – réplica tardía, a mi juicio, del Museo de Lombardo Radice – no sólo por éso, repito, sino por las voces silenciosas que resuenan a través de múltiples testimonios como aquel de Julio Cortázar cuando le dice a Olga:

(...) junto a sus palabras claras y llanas, se nos muestra la pura poesía de esos poemas y esos cuadros. (...) Yo no puedo olvidar a sus chicos y a usted. Leí y vi esos milagrosos frutos de la espontaneidad bien encaminados y creí comprender la viva lección que de todo éllo surge. Por éso, no vea usted en esta carta un elogio circunstancial; créame íntimamente ligado a todos los que, con usted a la manera de guía, intentan una nueva escuela que no mutile a los niños y que ayude a su creación purísima. No se si esta carta, alejada de cánones retóricos, le expresarán a usted mi aprecio y mi admiración. Pero pienso que sí, porque usted vive plenamente y busca que sus alumnos logren esa total expresión del ser, virgen de postulados y preconceptos.

Por entonces ya habían pasado por la escuela Juan Ramón Jiménez y su mujer Zenobia Campubrí, seguidos de Rafael Alberti y más tarde el cubano Guillén con sus poesías y sus sones. Gabriela Mistral les dejó una larga carta, cuasi apologética y una poesía inovidable. Leticia había creado su famoso Coro de pájaros cuya relación hace con admirable economía de lenguaje en su libro Del juego al arte infantil, en 1962, de este modo:

¿Quién sabe imitar el canto de un pájaro?»

Empezamos a entendernos. Mi cara y mis manos fueron antenas de transmisión. Bastaba un leve gesto para saber que ahí, en ese minuto, debía entrar el instrumento (fuese voz de paloma, gorrión, canario o zorzal). Yo pulsaba la calidad de los sonidos, los enhebraba, ordenaba la música, la marcaba con un signo: alto, grave, agudo, breve, rápido, sostenido, suave.

La Mistral lo calificó como «digno del paraíso».

Pero este acento transversal no anuló la presencia de los laboratorios organizados por los niños, muchas veces con mero material sobrante o de desecho, así como las excursiones al barrio. Esto, que ahora aparece como baladí, generó críticas severas del tipo «en esa escuela no se enseña nada». En efecto, no se enseñaba; se motivaba para aprender con autonomía. «Todo es dibujar, pasear y cantar», decían otros.

En cuanto a la «ruptura de los límites escolásticos» cabe decir aquéllo de «la escuela al campo» que los escolanovistas cubanos habían de hacer efectivo desde los albores del proceso revolucionario; fue una parte substancial del ensayo. La escuela, «dialogando» con la comunidad barrial avanza desde las excursiones, las exposiciones y las representaciones periódicas hacia las «Misiones de divulgación cultural» realizadas anualmente, al aire libre, en una de las dos plazas públicas del barrio citado, generalmente a fines del curso lectivo, en plena primavera, como «expresión de vida de la escuela que sale de sus límites estrictos y busca contacto con el mundo que lo rodea» según dice en su libro La escuela viva, de 1942. Es verdad que esta práctica socializadora de trasvasamiento de artes y saberes que los mayorcitos (12 a 14 años) hacían desde el campo de lo educativo formal al campo de lo educativo informal evoca las antiguas experiencias realizadas por Francisco Giner de los Ríos en el Instituto Libre de Enseñanza de Madrid, a fines de siglo, simultáneamente con el gran movimiento europeo de renovación de la escuela. Giner les llamaba Misiones Pedagógicas. Cossettini les llama Misiones Culturales. Pero no fueron iguales. Se distinguieron no sólo por su intencionalidad, sino también, por los recursos empleados y la instancia cultural del público y su escenario ecológico. Sobre esta experiencia, dijimos en 1995, como consecuencia de una investigación titulada «Análisis cuanticualitativo de la enseñanza superior no universitaria que se ofrece en la zona litoral» que «las hermanas Cossettini (...) descubrían otra clave para lo que en el lenguaje técnico pedagógico, se conoce por ‘seguimiento’ en la evaluación de los resultados. Es decir: seguir, después del impacto y constatar cuánto de las conocidas ‘misiones culturales’ realizadas en el barrio por los alumnos y las maestras de aquella escuela santafesina, favorecieron realmente la difusión de conocimientos científicos y tecnológicos – considerados superiores para la época y aquellas gentes de origen medio y proletario – y pasaron a insertarse en la compleja urdimbre educativa llamada informal, persistiendo como patrimonio sociocultural trasmisible en la comunidad.

Amanda Pacotti, ex-alumna que vive ahora en Francia, maestra innovadora de reconocidos méritos, dice en el fascículo número 19 de la Colección Historias de aquí, a la vuelta, que:

La documentación existente muestra la magnitud de estos encuentros barriales. La escuela se motivó con el saber popular y el vecindario conoció y jerarquizó el trabajo docente».

Olga decía, con gran lucidez, que para élla las Misiones Culturales significaban «La escuela en la calle». Se realizaron durante dieciseis años seguidos. Muchos recuerdan que las organizaban los niños mayorcitos con sus maestros y los docentes llamados especiales. El coro de pájaros, el teatro infantil, los títeres, danza, laboratorios y múltiples iniciativas, se montaban en una de las plazas públicas de aquel barrio. Las gentes dialogaban con la escuela, las ciencias, las artes y la tecnología de entonces. Contra la escuela de intramuros tradicional, ésto aparecía como una transgresión difícil de aceptar. Niños hablando con soltura, de igual a igual con los mayores, era cuando menos un signo algo irreverente para la vieja consigna de «pase al frente; lea» o bien «párese; diga la lección.»

No quiero idealizar. Tampoco quiero ser apologético. Esta escuela no fue un reloj, ni una representación ideal del quehacer docente. Fue, éso sí, una cuestión existencial; tanto para los chicos cuanto para los grandes. Ya se sabe lo que es la existencia real en cualquier lugar del mundo; en cualquier momento histórico. Pero se sabe también cuáles son los ideales del hombre y su capacidad de lucha en favor de lo bello, lo bueno y lo substancial.

El análisis de este ensayo dentro del marco escolanovista latinoamericano nos permite apreciar, creo, la importancia que adquiere, hoy tanto como ayer, la construcción de espacios libres para recrear, así sea desde posturas epistemológicas diversas a las que dieron origen a las experiencias iniciales, una nueva escuela, placentera, solidaria, realista o idealista, pero vital.

BIBLIOGRAFÍA PRINCIPAL

** * Director del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación, de la Facultad de Filosofia y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires.

Abstract:

This article intends to describe and analyse sisters Cossettini work in Argentina inside the New School Movement. In the first part, it explores some New Scholl issues in Argentina. Next, it describes the experience of « serena school». Finnaly, it discuss the importance of «cultural missions» created by the school in the communities.

Keywords: New School; History of education; Serena School; Educational practices.

(Recebido para publicação em 7 de julho 1997 e liberado em 3 de abril de 1998.)

** Em consideração ao autor, estas referências não foram adaptadas às normas brasileiras.

  • Bianco, Augusto. La escuela Cossettini Ediciones AMSAFE, Argentina, 1996.
  • Pelanda, Marcela. La escuela activa en Rosario: la experiencia de Olga Cossettini. Ediciones IRICE, Argentina, 1996.
  • Pacotti, Amanda. Olga Cossettini y la escuela serena Ediciones de Aquí, a la vuelta, Argentina, 1992.
  • Cossettini, Olga. Sobre un ensayo de escuela serena en la provincia de Santa Fe U.N.L., Argentina, 1935.
  • Menin, Nunes, Narodovsky y otros. Escuela nueva en Argentina y Brasil Miño y Dávila Editores, Argentina, 1996.
  • *
    Director del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación, de la Facultad de Filosofia y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires.
  • Fechas de Publicación

    • Publicación en esta colección
      23 Dic 1999
    • Fecha del número
      Ene 1998

    Histórico

    • Acepto
      03 Abr 1998
    • Recibido
      07 Jul 1997
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